Entre dolencias, olvido la sensación de mantenerme despierta. Apenas el sol alcanza su altar en el cielo cuando ya estoy tan agotada como si hubiera regresado de recoger garambullos del cerro. Los pies me bailotean en el espacio vacío de la cama. Si en este momento no estuviera asida de carne mallugada, probablemente andaría recorriendo las calles en picada del centro de la ciudad. Traería el morral con libros sacados de la biblioteca que no alcanzaría a leer pero que me harían caminar con esos aires de ingenua intelectualidad que dan al pasear con las ideas de otros en el bolsillo. Andaría tropezando con mis diminutos pies, mientras busco una mesa para sentarme a tomar un buen pulque de avena y luego, a esperar el atardecer húmedo que aún se siente en los primeros de marzo. Cuando llegué al Cuévano, hogar de Ibargüengoitia y de “La China” Mendoza, en ningún osado momento pensé en la chispeante realidad que estalla al despertar cada día rodeada de cerros y casas multicolor. Dice Conrad a través de Maslow: “Cuando se es joven hay que ver cosas, acumular experiencias, ideas; hay que ensanchar el espíritu”; el vaivén de los ruidosos días al andar por los callejones, contrario a su condición arquitectónica, es la prueba corpórea de expandir el juvenil espíritu.
—Lina Quezada